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ISSN 1989-4163

NUMERO 91 - MARZO 2018

El País de la Soledad

Francisco Gómez

Leo con dolor, con desolación un fenómeno social irremediable, que en este país, a pesar de algunos, llamado España, viven, padecen, ¡cuatro millones y medio de personas! Vivir en completa soledad. Y la cifra, que tiene detrás rostros y nombres y situaciones, me llega a los adentros, otro signo más de la so(u)ciedad de la indiferencia que entre todos hemos cavado.

En un antiguo convento de Betanzos en Galicia, los frailes franciscanos (les tengo mucha simpatía a estos hombres... ¿Será porque me llamo como ellos...?), han puesto en marcha una iniciativa que me gusta muy mucho. Han creado una comunidad de personas que viven, vivían solas para que se encuentren, se sientan juntas, como una familia pero cada uno con su propia autonomía. Y quieren extenderla a otros espacios religiosos que ahora están en desuso.

La soledad, todos los sabemos y aquí no invento nada, es una fuente de muchas cosas; positivas y negativas. Si es una soledad querida, admitida, puede ser fuente de conocimiento y sabiduría, paz, tranquilidad y apertura a los otros. Pero... ¿y si es una soledad no querida, impuesta por las circunstancias...? Se convierte entonces en un manantial de dolor, de lágrimas, de recuerdos, de nostalgias por el tiempo perdido. He visto en mi vida muchas personas solas. Uno mismo ha estado y se ha sentido solo en las dos vertientes. Pero duele especialmente la soledad no querida. La soledad de los abuelos y abuelas en las residencias, en los hospitales, a la espera que acudan sus hijos, sus nietos a estar con ellos, a darles un beso, un abrazo. Seguro que sabéis del poder curativo del Amor. D. Pedro Salinas dice que “el amor salva”. Es una completa verdad. Es una cierta realidad. He visto cosas en las residencias, en los hospitales que me han hecho temblar por dentro al ver a los abuelos con sus hijos, sus nietos. Sé muy bien, lo sabéis todos, de lo que hablo.

Me conmueve, me horada, me trastorna la soledad de los niños en los colegios cuando no son admitidos por sus compañeros para jugar al fútbol, a sus juegos. Uno mismo vivió esta experiencia de pequeño cuando te cogían al final, cuando no había nadie más a quien seleccionar. La soledad de los niños únicos en las familias, rodeados de juguetes, pero que se comunican con sus amigos por el móvil, con el invento del wasap. Cuando juegan solos a la play esa. Cuando los padres trabajan hasta la extenuación y ellos están solos por las tardes para jugar, merendar y no llegan los besos, las caricias, los abrazos hasta las derrengadas horas de la tarde-noche.

La soledad de los niños y adolescentes cuando son acosados por bulling escolar y se sienten solos en la clase, en el patio, en las inmediaciones de los espacios educativos, el silencio a veces cómplice de sus docentes porque no se mojan lo suficiente. Me duele mucho esta soledad que no apoyan los cobardes, la manada de los indiferentes.

Me rebela, me indigna, me toca las narices de esta so(u)ciedad injusta, indiferente, egoísta a la que se la sopla la suerte del otro... Las ventanas son murallas contra la suerte de tu vecino, de tu hermano, de tu amigo, de tus padres, de tu familia... ¿Cuántas veces escuchamos en las noticias que algunas personas fallecen y nadie advierte su falta hasta que pasen días y los supuestos vecinos advierten un olor extraño, un hedor frágil para los sentidos?

¿Cuántas y cuántas llamadas se han registrado y reciben el teléfono de la esperanza por personas jóvenes y mayores que se encuentran y sienten solas...? He vivido en una gran ciudad, cuna de soledades multitudinarias. En una ciudad millonaria de habitantes me he sentido más solo que nunca cuando viajaba en el metro y nadie hablaba. Cada cual encastillado en sus páramos, en sus sombrías cavilaciones, en sus fosos deshumanizados, a ritmo de velocidad, estrés y prisas. Estudiaba en una habitación y algunos findes no se escuchaba nada de nada, como si una bomba de neutrones hubiera caído en aquella city en mitad de la nada y la redujera al silencio más absoluto y uno como máximo espectador del sonido leve del viento.

Observo también que cuando viajas en autobús, el personal evita sentarse al lado de otra persona, como para evitar el contacto humano, la conversación, la primera toma de contacto que puede durar hasta la próxima parada. Los viajes en tren donde tu compañer@ de asiento, si puede, evitar la charla, el diálogo, unas breves palabras para alimentar los momentos del trayecto. Así me ocurrió una vez cuando iba a la capital del imperio marchito y alguien me dijo que no quería hablar. Nothing de nothing.

Me alegra esta propuesta de los franciscanos. Sigue habiendo buena gente en el mundo, por las calles, en los pueblos, en los sitios más insospechados y han animado a otras entidades e instituciones que lo hagan también. Para que nuestros abuelos, nuestros niños, los enfermos, los parados, los tristes, los derrotados, los solitarios no se sientan definitivamente abandonados. Como dice la canción de Eros Ramazzoti.

Sé bien que este artículo no servirá para casi nada, no solucionará nada. Un cachirulo lanzado al océano de la indiferencia, el desahogo del mosquito que no importa. Como mi literatura, mis palabras. Uno más entre tantos y tantas.

Pero ojalá una misteriosa y humana alfombra de esperanza se extienda poquito a poco y ventee simiente en nuestros corazones y germine y rompa soledades no queridas.


El país de la soledad

 

 

 

 

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